Si, como nos dice Proust al contemplar al duque de Germantes andar sobre sus ochenta y tres años en la escena final de Le temps retrouvé, somos seres que caminamos sobre los zancos del tiempo, bajo los que subyacen los yo que hemos sido, sobre quienes se proyectan los yo que seremos, o como árboles cuyo tronco se conforma por los anillos o capas que conformamos de año en año, de estación en estación, qué duda cabe que estamos atravesando una capa negra que llora sangre, un tiempo oscuro sobre el que tantas noticias, tantas capas se escriben estos días. Unos días en que ha visto la luz, en el número 51 de La maleta de Portbou - a la que agradezco que me haga el honor de acogerme de nuevo en sus páginas - de estos meses de Marzo y Abril, mi ensayo Sobre los zancos de Proust, que subtitulo Tiempo, alma, luz, vida, escritura, yo; pues sobre el tiempo, sobre el alma, sobre la luz, sobre la escritura, sobre el yo versan las reflexiones que me ha suscitado la lectura de À la recherche du temps perdu, en la que me ha pasado y ha pasado el tiempo y la vida, de la mano – en la escritura - de Proust podemos encontrar luz para adentrarnos en su búsqueda y descubrir su sentido, captar la eternidad en el instante, ser yo, simplemente ser.
Sostengo en el último párrafo que somos aire, y somos agua, podemos ser agua. Puede el tiempo pasar por nosotros sin más, salir como entró. Puede ser luz que al atravesar el agua desvía, inclina su curso. Cada momento, cada tiempo que pasa por nosotros puede ser luz. Para cada tiempo que afrontamos podemos ser agua. Podemos hacer que las columnas de milenios que sobre nosotros pesan, que tras nosotros vendrán, se desvíen al atravesar el agua que somos. Tal vez incluso engendren un arco iris, un momento mágico. Podemos hacer de nuestros zancos columnas que atraviesan la Historia, sostienen el mundo y la vida. Podemos hacer que, de la infinita línea del tiempo, nosotros seamos el punto en que gira, el centro de la circunferencia de que es diámetro, desde el que inicia su ruedo, el instante que deviene eternidad y todo lo ocupa, todo lo borra, pues él solo basta, y en él, gracias a él, todo tiene sentido. Hasta el tiempo que lo hace posible. Hasta el tiempo que hace posible.
A la hora de compartirlo con vosotros al lanzarlo como carta en la botella al mar de la web, me digo que, si en estos días oscuros tiene sentido hacerlo, es precisamente con la esperanza de que su lectura contribuya a abrir el gran angular, a poner en perspectiva estas capas del tronco para convertirlas en un negro paréntesis superado, a darnos la fuerza del alma, la inspiración para hacer de nosotros punto en que gire este tiempo, y en tiempo de paz se transforme. Con esa esperanza os la envío. Con ella deseo que iniciéis el tiempo de su lectura a continuación.
Que nos ilumine la luz.
Manuel Montobbio
Marzo 2022
Sobre los zancos de Proust
Tiempo, alma, luz, vida, escritura, yo
Los zancos del tiempo
Se sorprende Proust, en la escena final de Le temps retrouvé con que concluye À la recherche du temps perdu, de que la impresión de lo poco que había envejecido el Duque de Guermantes al contemplarlo sentado en un sillón se transforme en una figura que vacila sobre las piernas temblorosas, como si caminara sobre zancos, como si esos zancos hubieran crecido progresivamente durante sus ochenta y tres años de vida y le costara moverse desde esa altura, esa columna. Se pregunta por la altura de los suyos, por cuánto tiempo podrá mantener atado a él ese pasado que se hunde ya tan lejos, que arrastra tan dolorosamente. Siente un cansancio profundo al verse en la cúspide de ese tiempo, al darse cuenta que no puede moverse sin arrastrarlo consigo. Y le parecen los hombres seres monstruosos, que ocupan en el tiempo un lugar bien distinto al que ocupan en el espacio, “un lugar, al contrario, prolongado sin medida, pues tocan simultáneamente, como los gigantes, inmersos en los años, épocas vividas por ellos, tan distantes en el Tiempo”[1]. Es el nuestro un yo sobrepuesto a los yo que hemos sido. Al tiempo e invisible, podría seguir, culminarse la escena como si el yo actual fuera el invisible, el transparente, el que proyecta en potencia el yo que seremos, el que podemos ser, el que queremos ser y no seremos, el que imaginamos ahora que queremos ser. ¿Quién, qué tira de los hilos, cómo se mueven las cuerdas, las lianas invisibles que hacen crecer los zancos sobre los que caminamos, a las que nos agarramos para no caer, para mantener el equilibrio, para avanzar?. ¿Acaso la tensión entre potencialidad y realidad?. ¿De qué están hechas esas lianas invisibles que nos unen, que pueden hacer que nuestro yo se multiplique, crezca en uno u otro sentido?.
¿Somos el yo que ahora somos, y al tiempo el que hemos sido, el que fuimos y dentro de él, tal vez olvidado, en remotas capas se esconde; o el que quiere ser en nosotros, quiere simplemente ser, y a nuestro yo hacia sí atrae?. Somos tal vez sin saberlo árbol: nuestro tronco se forma en el tiempo capa a capa, corteza a corteza, anillo a anillo que al atravesarlo nos muestra su forma, su silueta, ¿Cómo contemplarlo a través?. ¿Con qué rayos X, ecografía o resonancia magnética, con qué linterna mirar hacia dentro y hacia fuera del yo que se sucede en el tiempo?. ¿El yo, o mirar al tiempo a través del yo?. ¿O el alma universal que pasa a través del yo y el tiempo, en su espejo se mira y por nosotros viaja?. Y si viaja por nosotros, si viaja por los otros, a través de unos y otros dialoga, se busca, encontrarse/reencontrarse persigue; o tal vez descubrirse, a través de nosotros, en nosotros ser.
Nos busca en nosotros. Busca a través de nosotros el alma. Nos busca. La buscamos nosotros a ella. Define esa búsqueda el ciclo de la vida. Define ese encuentro la eternidad.
Eternidad, instante, luz
Es la eternidad la otra cara del tiempo, la otra esencia conductora, el otro instrumento, máquina de retratar de que nos provee À la recherche… La eternidad del instante. Nos dice Keats en el primer verso de su Endymion que “A thing of beauty is a joy for ever”: permanece la belleza, la experiencia de ella, en el siempre, pues en el siempre dura en el tiempo interior del que nos habla María Zambrano. Tenemos la certeza de la muerte, y tenemos la certeza del instante. De que podemos ser sus dueños, y vivir/captar en él la eternidad, conectar con el siempre, captar el alma, reconocer su resonancia y sentir/vivir su vibración. Está la eternidad hecha de ellos. Nos dice François Cheng en la segunda de sus cinco meditaciones sobre la muerte[2]:
Tratándose de una eternidad de vida, ésta es todo salvo una interminable repetición de lo mismo. Debe ser una interminable sucesión de momentos destacados animados por continuos anhelos hacia la vida. En una palabra, está hecha también de momentos únicos. En ese caso, los instantes únicos tal como podemos conocerlos en esta vida, río de diamantes o collar de estrellas anudadas por la memoria, conforman una duración que tiene ya sabor de eternidad…
¿Cómo retratar ese collar de perlas con sabor a eternidad, hilvanarlas unas con otras para que tengan ese sabor, transmitan esa eternidad, rescatarlas de las profundidades de la memoria donde su recuerdo resuena?. Pareciera Proust, consciente o inconscientemente, intentar responder esa pregunta, acometer esa empresa, cuando emprende el camino en busca del tiempo perdido. Y para hacerlo recurre al instante-llave. Sea éste el de la famosa magdalena que le retrotrae a la que tomaba en la habitación de su tía en Combray, y de ahí, al menos literariamente, inicia esa búsqueda del tiempo perdido en la que nos sumerge en los siete tomos de À la recherche…; sea el del tintinear de la cuchara y la toalla que le proporciona el mayordomo del Príncipe de Guermantes mientras espera para entrar en el concierto matinal por éste ofrecido, que le retrotrae al mar de Balbec, y le sumerge en la reflexión sobre el tiempo, sobre la escritura, que en realidad constituye el verdadero comienzo de la obra, el planteamiento a partir de la cual escribe lo que acabamos de leer, como diciéndonos que el fin es el principio, y la verdadera novela, la verdadera obra, la que está por escribir sobre lo que la vida en nosotros escribe… es el instante llave de la conciencia de algo, de un descubrimiento, una reflexión, una lente a través de la que ver el mundo, escuchar la música y la vida, los latidos del corazón del alma, la poesía que se esconde en el tiempo perdido, los dioses caídos, lo que en el olvido habita, en el magma de la vida donde duermen las almas por nacer, lo por nacer en el alma. Instantes-eternidad: instantes-llave para la eternidad, el entendimiento, la comprensión; e instantes-luz, llaves de lucidez. Luz que se enciende en ese momento, que tal vez nos deslumbre; tal vez nos ilumine para siempre lo que hasta entonces no veíamos, no oíamos, no sentíamos; tal vez nos dé la linterna para sentirlo de nuevo, nos cambie la vida, nos permita más plenamente vivirla, que en esa dirección única, ese lugar o posibilidad ignorado aflore, viva, nos cambie, nos permita ser lo que hasta entonces no éramos – o éramos sin saberlo, sin tener conciencia ni disfrute de ello –, sentir la vibración del bajo continuo del alma.
Se dice y nos dice Proust en esa reflexión en la antesala del concierto del Príncipe de Guermantes que una hora no es sólo una hora, sino un vaso lleno de perfumes, de sonidos, de proyectos y de atmósferas; que lo que llamamos realidad es una cierta relación entre esos recuerdos y esas sensaciones que nos rodean simultáneamente, y que busca el escritor esa relación única para apresarla en sus frases. De alguna manera, como he expresado al hablar de mi poesía[3], ésta es como el vapor: está siempre en el aire que respiramos, la vida que vivimos, los reflejos y mensajes del alma que en cualquier momento percibimos; mas únicamente apresada en el cilindro del poema, de las palabras que verso a verso llenan el papel en blanco, puede producir la alquimia, la magia de que un alma sea en otra alma - como nos dice Seferis en uno de sus versos - , o tal vez más bien de que escritor y lector nos comuniquemos a través de ella con el alma universal de la que somos parte, de la que somos búsqueda, somos más del todo lo que somos, lo que podemos ser. Nos decía Platón que la poesía, la escritura, la música, la pintura, la escultura, en definitiva, el arte, son vías para captar el alma. A partir de la frase de Trotsky que nos decía que "Sin el descontento popular, el partido bolchevique sería como el vapor no encerrado en un cilindro", nos hablan las teorías de la revolución del "cilindro de Trotsky" para referirse al partido u organización que la lidera y hace posible canalizando el descontento popular. Así como puede la imagen del vapor encerrado en un cilindro ser utilizada para explicar las revoluciones y sus actores, bien puede también constituirse en metáfora explicativa del poema y su creación, como hacía entonces, y en general de la obra literaria y la obra de arte. Pues, como nos decía María Zambrano, frente y junto a la Filosofía de la razón está la Filosofía del corazón. O, como nos señala Bourbon Busset en su Lettre à Laurence, junto al mundo de los fenómenos está el de las conciencias, y responden a la existencia de uno y otro el conocimiento científico y la experiencia interior, la teoría refutable y la subjetividad irrefutable.
Instantes-eternidad, instantes-llave, instantes-luz: cilindros de Trotsky con los que Proust capta el alma, máquinas de fotografiar con las que retrata el tiempo, como en ese instante mágico en que contempla al Príncipe de Geurmantes sobre los zancos de sus ochenta y tres años, y se pregunta por sí mismo sobre los suyos. Como esos otros en que – inspirado por un libro de Bergotte, un cuadro de Eltsir, la sonata o el quator de Vinteuil – nos capta la esencia de la literatura, de la pintura, de la música, desentraña el arte que sólo se puede aprehender a través de la experiencia de éste, que sólo se puede explicar tras hacerlo vivir, como hace con sus palabras sobre esa experiencia, sobre la reflexión que suscita.
Instantes-llave para abrir nuestra propia mirada, nuestra capacidad de vivir y sentir el instante. Como si desvelara el velo. Como si rasgara la piel que retenía la sangre. Como si abriera la puerta que dejara fluir el agua estancada. Como si a partir de entonces viviéramos a la luz, a la sombra de ese instante; y pudiéramos adentrarnos por la senda que antes no veíamos. Como si a partir de entonces viviéramos para siempre en ese instante. Como si a partir de entonces nos viviera; viviera en nosotros para siempre ese instante. Como si a partir de entonces se nos quedara para siempre su sabor.
Tal vez sea a esa luz que adquiera su sentido último el instante primero, el de la magdalena en el té que abre la compuerta al flujo del río del tiempo interior: todo instante tiene la potencialidad de desencadenar, iniciar una eternidad, ser la primera gota del río de una vida, como la que fluye en los miles de páginas de À la recherche…
À la recherche…, el tiempo, la cultura y la Historia
Tiempo, ¿qué tiempo?. ¿Qué eternidad?. No sólo caminamos por la vida sobre los zancos del tiempo siempre crecientes; sino bajo la columna de la Historia, de la cultura a través de ella destilada. Columna de la experiencia acumulada por los seres humanos a lo largo del camino recorrido en ella, de los conocimientos y mundos descubiertos, las ideas formuladas, las creaciones realizadas, lo colectivamente aprendido y vivido. No empezamos de cero nuestro recorrer por la vida: como dijera Newton, caminamos sobre hombros de gigantes, que nos permiten ver más allá de lo que quienes nos precedieron pudieron ver. Escribimos sobre lo que la vida en nosotros ha escrito. Escribimos sobre lo que hemos leído, para responder a quienes hemos leído: es la nuestra, como nos señala Sloterdijk en Normas para el parque humano, una Historia de cartas escritas a los amigos - cartas que responden a otras cartas anteriores y narran para posteridad el tiempo interesante que nos ha tocado vivir y sus lecciones, lo descubierto y aprendido en el caminar por la vida -, en una conversación que desde Homero y antes, desde la noche del tiempo, conforma la cultura en que vivimos. Se conforma la cultura, el cultivo de lo que somos y quiénes somos, a través de ese intercambio de cartas. Cartas a los amigos, cartas que fueron escritas hace mucho tiempo y llevamos milenios o siglos o décadas leyendo: somos quienes llevamos casi tres mil años leyendo la Ilíada y la Odisea, dos mil la Eneida, quinientos la Divina Comedia, cuatrocientos El Quijote o los Essais de Montaigne. Los conocimientos, los paradigmas, el relato cosmogónico, los referentes, arquetipos y mitos. Pesan sobre nosotros todas las notas a pie de página desde Homero, desde Platón, lo leído y lo no leído, lo consciente y lo inconsciente, lo procesado y lo aculturizado.
Estamos sobre esos zancos, y estamos bajo esa columna: sentimos sobre nosotros el peso del universo, contemplamos a nuestros pies la infinitud del cielo. Somos un punto en una línea, aunque tal vez no lo veamos. Pero podemos verlo, aprender a verlo. Y cuando lo vemos, cuando desde la lucidez, desde la visión creamos, puede producirse la metamorfosis, la transformación, la transustanciación en columna que sobre los que nos sucedan pesará, velará, se alzará; o nos alzaremos, se alzarán sobre ella.
Columna de la cultura de aquello que damos por supuesto, por introyectado: conceptos, lentes, perspectivas, relatos, narrativas, estructuras mentales, paradigmas, arquetipos, ideas, palabras a través de las cuales aprehendemos el mundo, vivimos la vida, escribimos e interpretamos el guion de la obra que escenificamos, la Historia que hacemos, el camino que en ella caminamos. Cultura como la tradición cultural en la que nos cultivamos, nos construimos, como personas, el cúmulo de obras y perspectivas que devienen referentes, que constituyen el patrimonio cultural común del que bebemos y en el que vivimos, en el que enraízamos el alma, desde cuya perspectiva contemplamos, descubrimos, somos.
Construimos como referente el canon clásico: somos, sí, quienes llevamos casi tres mil años leyendo la Ilíada y la Odisea, etc. … Y somos, podemos ser, los que llevamos un siglo buscando con Proust el tiempo perdido, los que sentimos que desde entonces no es el mismo el tiempo y la vida. ¿Por qué, qué hace de Proust, de À la recherche…, un clásico?. ¿Qué nos descubre?. ¿Qué puerta nos abre?. Sin duda la del tiempo, sin duda la de la eternidad del instante, sin duda, también, la de la vida, la de la escritura, las que intentaremos en este ensayo explorar. Sin duda, sí; mas no sólo, no sobre todo, no como nos abre la del yo.
En busca del yo
Parte de la evolución de la tradición cultural en la que estamos inmersos tiene que ver con el género literario, la estructura, la perspectiva del relato. Desde la antigua epopeya, la eterna lírica, los cuentos, la tragedia griega… a la invención de la novela que Kundera sitúa en El Quijote, del ensayo con los Essais de Montaigne, de la comedia con Lope, Molière o Shakeaspeare, hasta las innovaciones al filo del siglo XX, esa ambición de captar la realidad desde nuevas perspectivas, como su contemplación en los espejos cóncavos y convexos en el Callejón del Gato que nos propone Valle-Inclán en su esperpento. Asistimos en esa evolución, maduración progresiva del género, los géneros literarios, al paso del relato epopéyico del héroe a la novela, de la tragedia a la comedia, del relato desde fuera al relato desde dentro, hacia dentro. Se mantiene en general en esa perspectiva la tercera persona: narra el narrador lo que ve fuera; filma, pinta, escucha, huele, saborea con palabras. Proust, en cambio, se da la vuelta a los ojos y mira hacia dentro, retrata hacia dentro, asume e incorpora la subjetividad, la capta, la saca a la luz, la expone, con los claroscuros de la memoria, las eternidades e intermitencias del tiempo interior. Y al hacerlo, al emprender, de alguna manera, la búsqueda del yo dentro del yo, al llegar a vislumbrarlo en sí mismo y en los otros a través de los zancos del tiempo sobre los que se sostiene el Duque de Guermantes, marca un parteaguas, alumbra fundacionalmente el yo literario, como antes nadie había hecho, como a partir de él nadie podrá dejar de hacer, de considerar.
No es casual, no es única esa mirada hacia dentro, esa búsqueda y exploración del yo en Proust; sino fruto de un tiempo, su tiempo. Tiempo de fundacional del psicoanálisis, de la pregunta e intento de comprensión del yo, del descubrimiento y exploración del subconsciente, del alumbramiento de la teoría freudiana, de la fascinante exploración alma adentro que emprende Jung en su Libro Rojo y con el desciframiento de los arquetipos. Tiempo, también, del escribir de Virginia Woolf, a quien tanto debemos también en el desciframiento del yo, del mirar hacia dentro y del tiempo, como nos muestra en The Waves o en Mrs. Daloway, The Years u Orlando. Tiempo del escribir por Joyce su Ulyses en el que Molly Bloom deja en su monólogo interior fluir el inconsciente… Tiempo de construcción del yo en la tradición cultural de Occidente, antes y después desde el que lo contemplamos y nos contemplamos.
Lo ilumina, y al iluminarlo lo alumbra, nos lo descubre para siempre, nos proporciona una linterna para vernos a nosotros mismos como antes no nos veíamos. Para vernos. Y para descubrirnos. Para conocernos. Para sernos. Para ser. Para sentirnos. Para sentir. Para vivirlo. Para vivir.
No seremos el mismo, no somos los mismos tras leer À la recherche…, como no lo somos tras haberla escrito. Y sin embargo somos más yo, mejor yo, el yo que somos, el yo que seremos. En el tiempo. En el instante. En la eternidad. En el alma.
Yo, escritura, alma y vida
Es eterno el instante porque en él se refleja, se capta el alma, el tiempo fuera del tiempo, es. Y si es, lo es al ser lo que Proust llama la verdadera vida, verdadera en cuanto en ella habita la verdad. Como si, en paralelo al río de la vida del tiempo y el espacio interior por el que fluye la vida aparente, fluyera hacia dentro el río del tiempo y el espacio interior de la verdadera vida que en la de la superficie se refleja; y fuera el poeta, el escritor, el zahorí, el buceador que hacia dentro se sumerge y a la superficie, a la luz lo saca. Como nos dice en su reflexión en la antesala del concierto del Príncipe de Guermantes, para aprehender al hombre liberado del orden del tiempo, para el que la palabra “muerte” no tiene sentido, hay que buscar esas verdades, esos instantes, allí donde se encuentran, en uno mismo, en las profundidades del yo, las vivencias que entrañan no tanto una sensación de otro tiempo como una verdad nueva, “como si las más bellas ideas fueran como arias musicales que se nos revinieran sin que las hubiésemos jamás oído, y que nos esforzáramos en escuchar, en transcribir”.
Para esa escucha, esa transcripción, esa aprehensión, no basta la inteligencia de la razón, “pues las verdades que la inteligencia aprehende directamente en el mundo a plena luz tienen algo de menos profundo, de menos necesario que aquellas que nos comunica una impresión, material pues nos llega a través de los sentidos, pero de la que podemos captar el espíritu”. Pues, aunque las ideas que podamos conformar puedan ser ciertas lógicamente, sólo podremos saber si son verdaderas a través de la impresión. “Sólo la impresión, por insignificante que parezca su materia, improbable el rastro, es un criterio de verdad, y por ello sólo merece ser aprehendida por el espíritu, pues sólo ella es capaz, si sabe captar esa verdad, de llevarle a una mayor perfección y darle la dicha más pura”. Por ello, así como el científico, a partir de la experimentación, aplica la inteligencia para llegar a su verdad; así el escritor a partir de la impresión la aplica para buscar la suya.
En esa aprehensión de la verdadera vida, del tiempo fuera del tiempo, del mundo más allá o más adentro del mundo que vemos, en ese viaje a lo profundo, iluminamos el alma, y sentimos la poesía, la atmósfera, el vapor, la dulzura del misterio, la aureola del viaje. “Y así como el arte recompone exactamente la vida, en torno a las verdades captadas en uno mismo flotará siempre una atmósfera de poesía, la dulzura de un misterio que no es sino el vestigio de la penumbra que hemos tenido que atravesar, la indicación, marcada exactamente como un altímetro, de la profundidad de una obra…” Un altímetro que sólo podemos medir con el alma.
Así, la altura, la grandeza del verdadero arte es la de “reencontrar, reaprehender, hacernos conocer esa realidad lejos de la cual vivimos, de la que nos separamos más y más a medida que adquiere más espesura e impermeabilidad el conocimiento convencional por la que la sustituimos, esa realidad que arriesgamos nutrir sin haberla conocido, y que es simplemente nuestra vida, la verdadera vida, la vida al fin descubierta y esclarecida, la vida sola, por consiguiente realmente vivida, esa vida, que, de algún modo, habita en cada instante en cada hombre y en el artista. Mas no la ven, pues no buscan esclarecerla…”. Por ello, para escribir ese libro esencial, el único libro verdadero, el escritor no tiene que inventarlo, pues existe ya en cada uno de nosotros; sino traducirlo, plasmarlo.
Es así el escritor, el artista, buscador de la verdad, iluminador del alma, médium o zahorí a través de quien germina la planta de la eternidad. Nos saca, nos muestra el tiempo fuera del tiempo, descubre a sí mismo y a los otros el siempre. Se transforma en el tiempo, en el alma que en el lector habita.
Y si ello es así, es porque, como nos dice Proust, cada lector, cuando lee, es el lector de sí mismo, y la obra del escritor no es sino un instrumento óptico que ofrece al lector para discernir, para captar lo que, sin ese libro, no habría podido ver en sí mismo.
De cada uno de nosotros depende lo que escribamos y lo que leamos, el alma que aprehendamos e iluminemos con ello, la verdadera vida que vivamos.
À la recherche… y el yo en el tiempo; y el tiempo del yo en À la recherche..
Para captar una vida, para aprehender el yo, el yo a través del tiempo, el tiempo a través del yo, para buscar y recuperar el tiempo perdido, pueden ser precisas, como para Proust lo fueron, los miles de páginas de los siete tomos de À la recherche… Como si para plasmar una vida hubiera que dedicar una vida; para explicar, compartir, transmitir el yo, en el papel volcarlo, en sus diferentes evoluciones y estados en que sobre los zancos se sobrepone, madura y crece, e ilumina la vida a su paso, y a sus preguntas responde. Para escribir À la rechereche…, y de alguna manera, también, para leerla, para digerirla. Hay que beber poco a poco para emborracharse de vida; pues se te pasa la vida, pasa la vida mientras la lees. Pues al leerla, como nos decía Proust, te lees a ti mismo a la luz de ese instrumento óptico extraordinario para la captación de la vida, del tiempo, del alma, del yo… que es À la recherche...; y, al hacerlo, te descubres y descubres, te comprendes y comprendes, captas lo que, sin ella, no habrías podido ver por ti mismo, en tu propia experiencia. Madura su lectura con la vida, Madura la vida con su lectura. Pues circula a través de ese instrumento óptico la relación entre emisor y receptor en ambos sentidos, conecta la experiencia del alma del escritor con la del lector: cuanto más profundo sea el punto de partida de éste, más podrá iluminar a partir de él las profundidades del alma. Ninguna lectura es la misma lectura, aunque la haga la misma persona, pues no es el mismo el yo que la lee. Ni la experiencia, la altura de los zancos desde la que lo hace.
Ese pasársenos la vida mientras leemos, leyendo À la recherche… se ha dado, al menos, en mi caso. Pues no era el mismo el Manuel Montobbio que en su juventud inició la lectura, que el casi tres décadas después la ha concluido, y al volver la vista atrás se contempla a sí mismo en lo que le ha venido transmitiendo, descubriendo, aportando, a la luz de su propia evolución y maduración. Y se dice a sí mismo que no por casualidad suceden a su tiempo las cosas, sino por un oculto sentido; que difícilmente hubiera podido aprehender y aprender lo asimilado y vivido a lo largo del viaje a través de sus páginas sin haber vivido al tiempo el paso de la vida por el tiempo, del tiempo por la vida. Comprender, aprehender, encontrar el tiempo perdido, aprender a buscarlo, a vivir la eternidad del instante.
Me acerco a la biblioteca, y encuentro en un ejemplar de Un amour de Swann una tarjeta del hotel San José Palacio de San José de Costa Rica, en el de À l’ombre des jeunes filles en fleur una tarjeta de embarque del vuelo 664 de Garuda Indonesia de Yakarta a Denpasar el 10 de Mayo de 1993: me retrotraen, cuales llaves del tiempo, al joven diplomático que cubría en Enero de 1989 la reunión entre el Parlamento Europeo y el Parlatino durante la primera presidencia española de la Unión Europea, o al que desempeñó la Segunda Jefatura de la Embajada de España en Yakarta y leía À l’ombre… camino de Bali, que se iniciaba en ese viaje como afrontando una de las asignaturas pendientes, una de esas cosas a hacer cuando por fin fuera diplomático, y tuviera el tiempo para emprender la búsqueda del tiempo perdido en la obra de Proust, para retomar una vocación literaria cuya realización los años de estudio habían condicionado, aunque luego la vida te absorbe con otros retos, otras exigencias de dedicación. Se me quedó de aquella lectura primera de Du côté de chez Swann o de À l’ombre... la conciencia de una estética, una manera de escribir, un sentido de lo proustiano, del regreso a la infancia, del enamoramiento juvenil, que desde entonces me acompañaría.
A veces dejamos la lectura de una obra en un viaje, en un hotel, en un momento en que el flujo de la vida nos aparta de ella, hasta que la vida de nuevo a ella nos trae. Tal vez sea inconsciente, tal vez tengan las cosas su tiempo, la búsqueda del tiempo perdido sus tiempos para ser: ahí estaban para ser terminados, continuados, flotando en el agua los primeros tomos de À la recherche… entre los libros en las cajas todavía no abiertas de la mudanza, que fueron víctimas de la inundación que sufrió el sótano de casa en el otoño de 2006, cuando iniciaba mi andadura como Embajador en Tirana. Ahí, con sus arrugas tras secarse al sol, hinchados y sin embargo legibles, pidiendo ser leídos, rescatados del olvido y devueltos al tiempo. En ellos se quedó la lectura hasta que, en el verano de 2011, de nuevo destinado en Madrid, me regalaron mi primer Kindle, y dije ahora sí, ahora definitivamente, y una de las primeras cosas que hice para estrenarlo fue descargarme en un clic las obras completas de Proust. Y si al principio quise continuar la lectura de À la recherche…desde el tercer tomo, donde la había dejado, pronto sentí la necesidad de empezar por el principio, desde la magdalena en Combray, y realizar completo el viaje desde la perspectiva que da haber traspasado, como en el verso de Dante, el umbral de la mitad de la vida. Tal vez porque al traspasarlo entramos en esa segunda mitad de la vida que está, como nos dice LLorenç Villalonga a través de su Don Toni en Bearn, para reflexionar sobre lo vivido, destilar sus esencias.
Requiere la lectura de À la recherche… su tiempo, su digestión. Puede encontrar momentos, como la vida misma, en que requiera reposo, en que no nos llame la atención, o no conecte con nuestro estado de ánimo, con el alma. Y puede haber otros en que nos absorba, nos succione, nos saque del tiempo y nos haga vivir en su tiempo. Nos conecte al tiempo, al siempre, a la eternidad del instante. Nos abra esas puertas. Nos electrifique con el destello de su luz, su música, su sensibilidad… Su atractivo, lo que la hace única, no es el argumento: es el cómo, y es el quién: el yo en el que nos metemos dentro a lo largo de toda una vida. Que no es el nuestro, pero pudiera serlo; pues sin duda nos enseña, nos invita a esa introspección, a ese viaje interior, a mirar con esa mirada…
La mirada de Proust
Esa mirada: entronca ahí con ese legado indefinible y único de los clásicos, de los arquetipos. Hasta el punto de convertirse en adjetivo, en categoría que incorporamos al lenguaje para nombrar a lo que no tenía nombre, dar existencia a lo que no existía; o, más bien, no nos dábamos cuenta de que existía. A veces puede ser definido por un personaje, y por eso definimos a una persona, una acción o un gesto como quijotesco. A veces por un autor, y por eso utilizamos proustiano – o kafkiano – como adjetivo. A veces incluso devienen las expresiones de una obra refranes, y se olvida incluso que de ella provienen, como el “Con la Iglesia hemos topado” de El Quijote.
Podremos olvidar de Proust la obra, los pasajes; mas no la mirada si con ella hemos aprendido a mirar. Cuando el tiempo pasa, se metarmofosea Proust, la lectura de Proust, en lo proustiano, la mirada con la que nos ha enseñado a mirar. Más allá de las frases o citas que retenga la memoria, las escenas o pasajes que recordemos, queda en el después, en el siempre, el intangible, la sensibilidad, la mirada: no se termina de leer À la recherche… cuando se llega a la última página, cuando se siente la emoción de leer, vivir, comprender y aprehender el tiempo reencontrado, como no termina tampoco Proust en ella su obra; sino nos dice que, al haberse dado cuenta de que en su propia vida, en las personas en ella encontradas que la habitan por dentro, está el argumento de su obra, que se propone a partir de entonces escribir, en lo que podría parecer un juego literario, una ironía tras los miles de páginas en que nos lo dice. O no: tal vez no, tal vez realmente ahí empiece, se produzca una transmutación, una inversión de papeles. Pues así como él empieza supuestamente a escribir sobre esa vida que hasta esa revelación del tiempo reencontrado no sentía como materia de su escribir, así empezamos nosotros a vivir proustianamente la vida, como si la nuestra fuera la mejor novela escrita o por escribir. Así podemos proustianamente vivirla, hacia delante y hacia detrás. Así podemos reencontrar nuestro propio tiempo perdido, vivir en la columna de nuestro tiempo y el tiempo, atravesar el tiempo, captar la eternidad. Escribimos con la pluma sobre el papel en blanco. Escribimos con la vida en la vida. Escribir es vivir. Vivir es escribir. Está la belleza en la mirada. Está el alma en la mirada. Está el alma en el alma, y el yo en el yo: cuando ello sucede, ningún tiempo se pierde.
Aire, agua, tiempo, eternidad
Somos aire, y somos agua, podemos ser agua. Puede el tiempo pasar por nosotros sin más, salir como entró. Puede ser luz que al atravesar el agua desvía, inclina su curso. Cada momento, cada tiempo que pasa por nosotros puede ser luz. Para cada tiempo que afrontamos podemos ser agua. Podemos hacer que las columnas de milenios que sobre nosotros pesan, que tras nosotros vendrán, se desvíen al atravesar el agua que somos. Tal vez incluso engendren un arco iris, un momento mágico. Podemos hacer de nuestros zancos columnas que atraviesan la Historia, sostienen el mundo y la vida. Podemos hacer que, de la infinita línea del tiempo, nosotros seamos el punto en que gira, el centro de la circunferencia de que es diámetro, desde el que inicia su ruedo, el instante que deviene eternidad y todo lo ocupa, todo lo borra, pues él solo basta, y en él, gracias a él, todo tiene sentido. Hasta el tiempo que lo hace posible. Hasta el tiempo que hace posible.
De cada uno de nosotros depende ser aire o ser agua que desvía la luz, catalizador que hace la alquimia, funde la columna con los zancos, y desvía para siempre la Historia, hace más humano lo humano, del tiempo otro tiempo. No muere; sino se multiplica, da su fruto, se transforma, contribuye al crecimiento, conocimiento y conciencia del alma universal de la que todos somos parte, que en cada uno de manera única resuena si a escucharla aprendemos. Se transforma el yo que vive la eternidad del instante y para los demás lo rescata, con los demás lo comparte, en eternidad del yo. Se transforma su mundo en el mundo. Y ya no es el mismo. Ya no somos el mismo. Ni el mundo el mundo, el mismo mundo.
Manuel Montobbio
[1] Habiendo leído À la recherche du temps perdu en su versión original en francés, las citas de éste utilizadas en este ensayo responden a traducciones personales del autor
[2] François Cheng. Cinq méditations sur la mort. Autrement dit sur la vie, Albin Michel, 2017.
[3] Vid., por ejemplo, “Una aproximación a la poesía de los Estilitas de Andorra”, en Manuel Montobbio, Esitlitas de Andorra, Lleida, Editorial Milenio, 2019.