Olivo de Getsemaní

  • Olivo de Getsemaní

               

                A veces hablan los árboles al poeta, especialmente si tienen milenios de Historia vivida que contar, como es el caso del olivo más viejo del huerto de Getsemaní. A veces tal vez nos vean de manera distinta y mejor de lo que a nosotros mismos nos vemos, y se hagan y nos hagan las preguntas que no nos hacemos. A veces al dictado reproduce el poeta su voz en un poema que ambos escriben con la esperanza de que otros la escuchen, aprendan a escucharla, a entenderla. La poesía es diálogo con la naturaleza, con la vida, con el mundo, con uno mismo en ellos reflejado, siempre en busca del alma.

                Tal fue el caso de los olivos del huerto de Getsemaní en el que oró Jesús tras la última cena, en el que fue prendido, en el que pasó lo que conmemoramos estos días dos mil años después. Pasó, y les pasó; pues lo vieron y vivieron, como tantos hechos que han visto y vivido a lo largo de los milenios en que ha ido aumentando su tronco sus anillos. Lo visité con mi esposa durante un viaje que hicimos a Jerusalén en Diciembre de dos mil nueve, y su voz en mí me llevó a escribir este poema, “Olivo de Getsemaní”; y, al calor de la inspiración, al vapor de Jerusalén emanado y captado en ese viaje, a partir de él los otros cuatro que con él conforman el poemario Jerusalén, parte de la geografía poética recogida en mi libro Mundo. Una geografía poética.

                Os invito a leerlo como reflexión de éste y de cada viernes santo; mas también para hacernos a su luz, además de las preguntas del siempre de este día, las del ahora de este tiempo de la crisis del COVID-19. La pregunta, en definitiva, de qué queremos que el olivo de Getsemaní cuente sobre éste al poeta que le visite y le pregunte dentro de dos mil años, de cuál fue hoy nuestra plegaria en el huerto de los olivos. De qué impresión, qué huella queremos dejar en su alma, en el alma; de la solidaridad o la insolidaridad, el amor o el desamor, la dignidad o la indignidad, las ideas y las acciones de las mujeres y los hombres ante el reto que afrontamos todos y cada uno, frente al que todos y cada uno somos la misma mujer, el mismo hombre, la misma persona.

     

            

    Soy el olivo más viejo

    del huerto de Getsemaní.

    Hace mucho tiempo,

    cuando llegué a dos mil,

    dejé de contar las veces

    que he cambiado de piel.

    Demasiadas veces han bebido mis raíces

    sangre y lágrimas;

    demasiadas cosas he visto,

    algunos de cuyos recuerdos guardo

    en las capas de mi tronco.

    Siempre duermen bajo el Sol,

    pero por la noche,

    cuando sopla la brisa

    y, después de pasearse

    y rezar

    entre nosotros, Fray Luis nos da

    las buenas noches

    y se va a dormir;

    cuando llena nos ilumina la Luna,

    y me sonríe y recita

    poemas de amor

    que durante el día

    escribió para mí,

    no sé si será

                                                                      su voz,

    no sé si será

                                                                      su luz,

    pero entonces algunos de ellos

    despiertan y me salen

    de dentro,

    de capas recientes

    y de capas antiguas,

    y se pasean por el huerto

    y repiten

    lo que hicieron aquí.

    No sé por qué

    de las capas antiguas

    salen hombres de paso

    acompañados de ovejas:

    cuando las olivas maduran

    vienen a recogerlas;

    algunos días de primavera

    una mujer y un hombre

    se besan bajo mi sombra;

    siento otros el peso

    de unos niños subidos

    a mis ramas.

    De las más recientes sin embargo

    salen siempre

    muchedumbres,

    grupos de mujeres y de hombres

    que me quieren tocar

    y se quedan después quietos todos

    menos uno que nos apunta

    con una caja negra

    que hace clic;

    salen unos hombres

    que construyen ese edificio de allí

    al que llaman

    la iglesia de las naciones;

    esta casa de la que salen

    esos hombres

    vestidos todos con un saco marrón

    y una cuerda

    en la cintura:

    esos hombres

    que nos cuidan

    y a los que llaman frailes

    salen de capas recientes

    y de capas antiguas;

    siempre por la noche rezan;

    no sé por qué

    desde hace tanto tiempo

    quieren estar con nosotros

    y hacer con los huesos

    de nuestras aceitunas

    collares;

    no sé por qué

    nos quieren,

    pero me he acostumbrado a vivir

    con ellos

    y los echo de menos

    cuando ya no salen

    de los recuerdos

    de las capas

    más antiguas.

    Cuando las nubes cubren a la Luna

    salen a veces también

    hombres vestidos de maneras distintas

    que blanden espadas,

    y se hieren y se matan:

    se vierte amarga su sangre

    mancha la tierra,

    y me duele la savia

    oscura cuando la beben

    mis raíces,

    y siento miedo,

    siento dolor;

    pero más siento cuando salen

    aquellas mujeres que huyen

    con sus bebés

    de los hombres armados

    que los quieren matar,

    cuando gritan piedad

    a mi hijo no:

    siento cuando las espadas

    los parten en dos

    que me parten a mí:

    como ninguna cálida,

    como ninguna amarga,

    como ninguna se me atraganta

    su sangre que llora

    aceitunas negras.

    No sé por qué

    muchos no me emocionan,

    algunos sí;

    pero ninguno como aquel

    hombre

    que lloró una noche

    sobre mi tronco

    sus ojos encerraban

    todo el amor

    y el dolor

    del mundo

    cuando decía

    Padre si puedes aparta de mí

    este cáliz

    pero no se haga mi voluntad

    sino la tuya;

    no sé por qué

    cada vez que recuerdo

    cuando vinieron a prenderle

    siento que me arrancan

    a mí también

    de la tierra,

    y ya no me sube

    la savia,

    y me invade la angustia

    de saber

    qué hicieron con él

    qué pasó

    después.

             (Me pregunto si será

    ese Jesús

    del que habla cada noche

    fray Luis

    junto a mí

    excepto ésta

    en que ha venido acompañado

    de un hombre y una mujer

    que se llamaban Manuel y Dulce

    y les hablaba también de él.

    No sé por qué

    a veces imagino

    cosas extrañas:

    imagino unas

    que un hombre puede

    entender lo que digo

    y lo escribe

    en este poema;

    imagino otras

    que digo

    lo que escribe él)

     

    Manuel Montobbio

    Luna inspirada

    por el olivo de Getsemaní